domingo, 3 de noviembre de 2013

Poesias ♥




ADIVINANZAS !!





El Rey rana

                                                        El Rey rana

En aquellos remotos tiempos, en que bastaba desear una cosa para tenerla, vivía un rey que tenía unas hijas lindísimas, especialmente la menor, la cual era tan hermosa que hasta el sol, que tantas cosas había visto, se maravillabacada vez que sus rayos se posaban en el rostro de la muchacha. Junto al palacio real extendíase un bosque grande y oscuro, y en él, bajo un viejo tilo, fluía un manantial. En las horas de más calor, la princesita solía ir al bosque y sentarse a la orilla de la fuente. Cuando se aburría, poníase a jugar con una pelota de oro, arrojándola al aire y recogiéndola, con la mano, al caer; era su juguete favorito.
Ocurrió una vez que la pelota, en lugar de caer en la manita que la niña tenía levantada, hízolo en el suelo y, rodando, fue a parar dentro del agua. La princesita la siguió con la mirada, pero la pelota desapareció, pues el manantial era tan profundo, tan profundo, que no se podía ver su fondo. La niña se echó a llorar; y lo hacía cada vez más fuerte, sin poder consolarse, cuando, en medio de sus lamentaciones, oyó una voz que decía: “¿Qué te ocurre, princesita? ¡Lloras como para ablandar las piedras!” La niña miró en torno suyo, buscando la procedencia de aquella voz, y descubrió una rana que asomaba su gruesa y fea cabezota por la superficie del agua. “¡Ah!, ¿eres tú, viejo chapoteador?” dijo, “pues lloro por mi pelota de oro, que se me cayó en la fuente.” – “Cálmate y no llores más,” replicó la rana, “yo puedo arreglarlo. Pero, ¿qué me darás si te devuelvo tu juguete?” – “Lo que quieras, mi buena rana,” respondió la niña, “mis vestidos, mis perlas y piedras preciosas; hasta la corona de oro que llevo.” Mas la rana contestó: “No me interesan tus vestidos, ni tus perlas y piedras preciosas, ni tu corona de oro; pero si estás dispuesta a quererme, si me aceptas por tu amiga y compañera de juegos; si dejas que me siente a la mesa a tu lado y coma de tu platito de oro y beba de tu vasito y duerma en tu camita; si me prometes todo esto, bajaré al fondo y te traeré la pelota de oro.” – “¡Oh, sí!” exclamó ella, “te prometo cuanto quieras con tal que me devuelvas la pelota.” Mas pensaba para sus adentros: ¡Qué tonterías se le ocurren a este animalejo! Tiene que estarse en el agua con sus semejantes, croa que te croa. ¿Cómo puede ser compañera de las personas?
Obtenida la promesa, la rana se zambulló en el agua, y al poco rato volvió a salir, nadando a grandes zancadas, con la pelota en la boca. Soltóla en la hierba, y la princesita, loca de alegría al ver nuevamente su hermoso juguete, lo recogió y echó a correr con él. “¡Aguarda, aguarda!” gritóle la rana, “llévame contigo; no puedo alcanzarte; no puedo correr tanto como tú!” Pero de nada le sirvió desgañitarse y gritar ‘cro cro’ con todas sus fuerzas. La niña, sin atender a sus gritos, seguía corriendo hacia el palacio, y no tardó en olvidarse de la pobre rana, la cual no tuvo más remedio que volver a zambullirse en su charca.
Al día siguiente, estando la princesita a la mesa junto con el Rey y todos los cortesanos, comiendo en su platito de oro, he aquí que plis, plas, plis, plas se oyó que algo subía fatigosamente las escaleras de mármol de palacio y, una vez arriba, llamaba a la puerta: “¡Princesita, la menor de las princesitas, ábreme!” Ella corrió a la puerta para ver quién llamaba y, al abrir, encontrase con la rana allí plantada. Cerró de un portazo y volviese a la mesa, llena de zozobra. Al observar el Rey cómo le latía el corazón, le dijo: “Hija mía, ¿de qué tienes miedo? ¿Acaso hay a la puerta algún gigante que quiere llevarte?” – “No,” respondió ella, “no es un gigante, sino una rana asquerosa.” – “Y ¿qué quiere de ti esa rana?” – “¡Ay, padre querido! Ayer estaba en el bosque jugando junto a la fuente, y se me cayó al agua la pelota de oro. Y mientras yo lloraba, la rana me la trajo. Yo le prometí, pues me lo exigió, que sería mi compañera; pero jamás pensé que pudiese alejarse de su charca. Ahora está ahí afuera y quiere entrar.” Entretanto, llamaron por segunda vez y se oyó una voz que decía:
“¡Princesita, la más niña, Ábreme! ¿No sabes lo que Ayer me dijiste Junto a la fresca fuente? ¡Princesita, la más niña, Ábreme!”
Dijo entonces el Rey: “Lo que prometiste debes cumplirlo. Ve y ábrele la puerta.” La niña fue a abrir, y la rana saltó dentro y la siguió hasta su silla. Al sentarse la princesa, la rana se plantó ante sus pies y le gritó: “¡Súbeme a tu silla!” La princesita vacilaba, pero el Rey le ordenó que lo hiciese. De la silla, el animalito quiso pasar a la mesa, y, ya acomodado en ella, dijo: “Ahora acércame tu platito de oro para que podamos comer juntas.” La niña la complació, pero veíase a las claras que obedecía a regañadientes. La rana engullía muy a gusto, mientras a la princesa se le atragantaban todos los bocados. Finalmente, dijo la bestezuela: “¡Ay! Estoy ahíta y me siento cansada; llévame a tu cuartito y arregla tu camita de seda: dormiremos juntas.” La princesita se echó a llorar; le repugnaba aquel bicho frío, que ni siquiera se atrevía a tocar; y he aquí que ahora se empeñaba en dormir en su cama. Pero el Rey, enojado, le dijo: “No debes despreciar a quien te ayudó cuando te encontrabas necesitada.” Cogióla, pues, con dos dedos, llevóla arriba y la depositó en un rincón. Mas cuando ya se había acostado, acercóse la rana a saltitos y exclamó: “Estoy cansada y quiero dormir tan bien como tú; conque súbeme a tu cama, o se lo diré a tu padre.” La princesita acabó la paciencia, cogió a la rana del suelo y, con toda su fuerza, la arrojó contra la pared: “¡Ahora descansarás, asquerosa!”
Pero en cuanto la rana cayó al suelo, dejó de ser rana, y convirtióse en un príncipe, un apuesto príncipe de bellos ojos y dulce mirada. Y el Rey lo aceptó como compañero y esposo de su hija. Contóle entonces que una bruja malvada lo había encantado, y que nadie sino ella podía desencantarlo y sacarlo de la charca; díjole que al día siguiente se marcharían a su reino. Durmiéron se, y a la mañana, al despertarlos el sol, llegó una carroza tirada por ocho caballos blancos, adornados con penachos de blancas plumas de avestruz y cadenas de oro. Detrás iba, de pie, el criado del joven Rey, el fiel Enrique. Este leal servidor había sentido tal pena al ver a su señor transformado en rana, que se mandó colocar tres aros de hierro en tomo al corazón para evitar que le estallase de dolor y de tristeza. La carroza debía conducir al joven Rey a su reino. El fiel Enrique acomodó en ella a la pareja y volvió a montar en el pescante posterior; no cabía en sí de gozo por la liberación de su señor.
Cuando ya habían recorrido una parte del camino, oyó el príncipe un estallido a su espalda, como si algo se rompiese. Volviéndose, dijo:
“¡Enrique, que el coche estalla!” “No, no es el coche lo que falla, Es un aro de mi corazón, Que ha estado lleno de aflicción Mientras viviste en la fontana Convertido en rana.”
Por segunda y tercera vez oyóse aquel chasquido durante el camino, y siempre creyó el príncipe que la carroza se rompía; pero no eran sino los aros que saltaban del corazón del fiel Enrique al ver a su amo redimido y feliz.
– FIN –


Pulgarcito

 Pulgarcito

Cuentos clásicos: PulgarcitoHabía una vez un pobre campesino. Una noche se encontraba sentado, atizando el fuego, y su esposa hilaba sentada junto a él, a la vez que lamentaban el hallarse en un hogar sin niños.
—¡Qué triste es que no tengamos hijos! —dijo él—. En esta casa siempre hay silencio, mientras que en los demás hogares todo es alegría y bullicio de criaturas.
—¡Es verdad! —contestó la mujer suspirando—.Si por lo menos tuviéramos uno, aunque fuera muy pequeño y no mayor que el pulgar, seríamos felices y lo amaríamos con todo el corazón.
Y ocurrió que el deseo se cumplió.
Resultó que al poco tiempo la mujer se sintió enferma y, después de siete meses, trajo al mundo un niño bien proporcionado en todo, pero no más grande que un dedo pulgar.
—Es tal como lo habíamos deseado —dijo—. Va a ser nuestro querido hijo, nuestro pequeño.
Y debido a su tamaño lo llamaron Pulgarcito. No le escatimaban la comida, pero el niño no crecía y se quedó tal como era cuando nació. Sin embargo, tenía ojos muy vivos y pronto dio muestras de ser muy inteligente, logrando todo lo que se proponía.
Un día, el campesino se aprestaba a ir al bosque a cortar leña.
—Ojalá tuviera a alguien para conducir la carreta —dijo en voz baja.
—¡Oh, padre! —exclamó Pulgarcito— ¡yo me haré cargo! ¡Cuenta conmigo! La carreta llegará a tiempo al bosque.
El hombre se echó a reír y dijo:
—¿Cómo podría ser eso? Eres muy pequeño para conducir el caballo con las riendas.
—¡Eso no importa, padre! Tan pronto como mi madre lo enganche, yo me pondré en la oreja del caballo y le gritaré por dónde debe ir.
—¡Está bien! —contestó el padre, probaremos una vez.
Cuando llegó la hora, la madre enganchó la carreta y colocó a Pulgarcito en la oreja del caballo, donde el pequeño se puso a gritarle por dónde debía ir, tan pronto con “¡Hejjj!”, como un “¡Arre!”. Todo fue tan bien como con un conductor y la carreta fue derecho hasta el bosque. Sucedió que, justo en el momento que rodeaba un matorral y que el pequeño iba gritando “¡Arre! ¡Arre!” , dos extraños pasaban por ahí.
—¡Cómo es eso! —dijo uno— ¿Qué es lo que pasa? La carreta rueda, alguien conduce el caballo y sin embargo no se ve a nadie.
—Todo es muy extraño —asintió el otro—. Seguiremos la carreta para ver en dónde se para.
La carreta se internó en pleno bosque y llegó justo al sitio sonde estaba la leña cortada. Cuando Pulgarcito divisó a su padre, le gritó:
—Ya ves, padre, ya llegué con la carreta. Ahora, bájame del caballo.
El padre tomó las riendas con la mano izquierda y con la derecha sacó a su hijo de la oreja del caballo, quien feliz se sentó sobre una brizna de hierba. Cuando los dos extraños divisaron a Pulgarcito quedaron tan sorprendidos que no supieron qué decir. Uno y otro se escondieron y se dijeron entre ellos:
—Oye, ese pequeño valiente bien podría hacer nuestra fortuna si lo exhibimos en la ciudad a cambio de dinero. Debemos comprarlo.
Se dirigieron al campesino y le dijeron:
—Véndenos ese hombrecito; estará muy bien con nosotros.
—No —respondió el padre— es mi hijo querido y no lo vendería por todo el oro del mundo.
Pero al oír esta propuesta, Pulgarcito se trepó por los pliegues de las ropas de su padre, se colocó sobre su hombro y le dijo al oído:
—Padre, véndeme; sabré cómo regresar a casa.
Entonces, el padre lo entregó a los dos hombres a cambio de una buena cantidad de dinero.
—¿En dónde quieres sentarte? —le preguntaron.
—¡Ah!, pónganme sobre el ala de su sombrero; ahí podré pasearme a lo largo y a lo ancho, disfrutando del paisaje y no me caeré.
Cumplieron su deseo, y cuando Pulgarcito se hubo despedido de su padre se pusieron todos en camino. Viajaron hasta que anocheció y Pulgarcito dijo entonces:
—Bájenme al suelo, tengo necesidad.
—No, quédate ahí arriba —le contestó el que lo llevaba en su cabeza—. No me importa. Las aves también me dejan caer a menudo algo encima.
—No —respondió Pulgarcito—, sé lo que les conviene. Bájenme rápido.
El hombre tomó de su sombrero a Pulgarcito y lo posó en un campo al borde del camino. Por un momento dio saltitos entre los terrones de tierra y, de repente, enfiló hacia un agujero de ratón que había localizado.
—¡Buenas noches, señores, sigan sin mí! —les gritó en tono burlón.
Acudieron prontamente y rebuscaron con sus bastones en la madriguera del ratón, pero su esfuerzo fue inútil. Pulgarcito se introducía cada vez más profundo y como la oscuridad no tardó en hacerse total, se vieron obligados a regresar, burlados y con la bolsa vacía. Cuando Pulgarcito se dio cuenta de que se habían marchado, salió de su escondite.
“Es peligroso atravesar estos campos de noche, cuando más peligros acechan”, pensó, “se puede uno fácilmente caer o lastimar”.
Felizmente, encontró una concha vacía de caracol.
—¡Gracias a Dios! —exclamó—, ahí dentro podré pasar la noche con tranquilidad; y ahí se introdujo. Un momento después, cuando estaba a punto de dormirse, oyó pasar a dos hombres, uno de ellos decía:
—¿Cómo haremos para robarle al cura adinerado todo su oro y su dinero?
—¡Yo bien podría decírtelo! —se puso a gritar Pulgarcito.
—¿Qué es esto? —dijo uno de los espantados ladrones, he oído hablar a alguien.
Pararon para escuchar y Pulgarcito insistió:
—Llévenme con ustedes, yo los ayudaré.
—¿En dónde estás?
—Busquen aquí, en el piso; fíjense de dónde viene la voz —contestó.
Por fin los ladrones lo encontraron y lo alzaron.
—A ver, pequeño valiente, ¿cómo pretendes ayudarnos?
—¡Eh!, yo me deslizaré entre los barrotes de la ventana de la habitación del cura y les iré pasando todo cuanto quieran.
—¡Está bien! Veremos qué sabes hacer.
Cuando llegaron a la casa, Pulgarcito se deslizó en la habitación y se puso a gritar con todas sus fuerzas.
—¿Quieren todo lo que hay aquí?
Los ladrones se estremecieron y le dijeron:
—Baja la voz para no despertar a nadie.
Pero Pulgarcito hizo como si no entendiera y continuó gritando:
—¿Qué quieren? ¿Les hace falta todo lo que aquí?
La cocinera, quien dormía en la habitación de al lado, oyó estos gritos, se irguió en su cama y escuchó, pero los ladrones asustados se habían alejado un poco. Por fin recobraron el valor diciéndose:
—Ese hombrecito quiere burlarse de nosotros.
Regresaron y le cuchichearon:
—Vamos, nada de bromas y pásanos alguna cosa.
Entonces, Pulgarcito se puso a gritar con todas sus fuerzas:
—Sí, quiero darles todo: introduzcan sus manos.
La cocinera, que ahora sí oyó perfectamente, saltó de su cama y se acercó ruidosamente a la puerta. Los ladrones, atemorizados, huyeron como si llevasen el diablo tras de sí, y la criada, que no distinguía nada, fue a encender una vela. Cuando volvió, Pulgarcito, sin ser descubierto, se había escondido en el granero. La sirvienta, después de haber inspeccionado en todos los rincones y no encontrar nada, acabó por volver a su cama y supuso que había soñado con ojos y orejas abiertos. Pulgarcito había trepado por la paja y en ella encontró un buen lugarcito para dormir. Quería descansar ahí hasta que amaneciera y después volver con sus padres, pero aún le faltaba ver otras cosas, antes de poder estar feliz en su hogar.
Como de costumbre, la criada se levantó al despuntar el día para darles de comer a los animales. Fue primero al granero, y de ahí tomó una brazada de paja, justamente de la pila en donde Pulgarcito estaba dormido. Dormía tan profundamente que no se dio cuenta de nada y no despertó hasta que estuvo en la boca de la vaca que había tragado la paja.
—¡Dios mío! —exclamó—. ¿Cómo pude caer en este molino triturador?
Pronto comprendió en dónde se encontraba. Tuvo buen cuidado de no aventurarse entre los dientes, que lo hubieran aplastado; mas no pudo evitar resbalar hasta el estómago.
—He aquí una pequeña habitación a la que se omitió ponerle ventanas —se dijo—Y no entra el sol y tampoco es fácil procurarse una luz.
Esta morada no le gustaba nada, y lo peor era que continuamente entraba más paja por la puerta y que el espacio iba reduciéndose más y más. Entonces, angustiado, decidió gritar con todas sus fuerzas:
—¡Ya no me envíen más paja! ¡Ya no me envíen más paja!
La criada estaba ordeñando a la vaca y cuando oyó hablar sin ver a nadie, reconoció que era la misma voz que había escuchado por la noche, y se sobresaltó tanto que resbaló de su taburete y derramó toda la leche.
Corrió a toda prisa donde se encontraba el amo y él gritó:
—¡Ay, Dios mío! ¡Señor cura, la vaca ha hablado!
—¡Está loca! —respondió el cura, quien se dirigió al establo a ver de qué se trataba.
Apenas cruzó el umbral cuando Pulgarcito se puso a gritar de nuevo:
—¡Ya no me enviéis más paja! ¡Ya no me enviéis más paja!
Ante esto, el mismo cura tuvo miedo, suponiendo que era obra del diablo y ordenó que se matara a la vaca. Entonces se sacrificó a la vaca; solamente el estómago, donde estaba encerrado Pulgarcito, fue arrojado al estercolero. Pulgarcito intentó por todos los medios salir de ahí, pero en el instante en que empezaba a sacar la cabeza, le aconteció una nueva desgracia.
Un lobo hambriento, que acertó a pasar por ahí, se tragó el estómago de un solo bocado. Pulgarcito no perdió ánimo. “Quizá encuentre un medio de ponerme de acuerdo con el lobo”, pensaba. Y, desde el fondo de su panza, su puso a gritarle:
—¡Querido lobo, yo sé de un festín que te vendría mucho mejor!
—¿Dónde hay que ir a buscarlo? —contestó el lobo.
—En tal y tal casa. No tienes más que entrar por la trampilla de la cocina y ahí encontrarás pastel, tocino, salchichas, tanto como tú desees comer.
Y le describió minuciosamente la casa de sus padres.
El lobo no necesitó que se lo dijeran dos veces. Por la noche entró por la trampilla de la cocina y, en la despensa, disfrutó todo con enorme placer. Cuando estuvo harto, quiso salir, pero había engordado tanto que ya no podía usar el mismo camino. Pulgarcito, que ya contaba con que eso pasaría, comenzó a hacer un enorme escándalo dentro del vientre del lobo.
—¡Te quieres estar quieto! —le dijo el lobo—. Vas a despertar a todo el mundo.
—¡Tanto peor para ti! —contestó el pequeño—. ¿No has disfrutado ya? Yo también quiero divertirme.
Y se puso de nuevo a gritar con todas sus fuerzas. A fuerza de gritar, despertó a su padre y a su madre, quienes corrieron hacia la habitación y miraron por las rendijas de la puerta. Cuando vieron al lobo, el hombre corrió a buscar el hacha y la mujer la hoz.
—Quédate detrás de mí —dijo el hombre cuando entraron en el cuarto—. Cuando le haya dado un golpe, si acaso no ha muerto, le pegarás con la hoz y le desgarrarás el cuerpo.
Cuando Pulgarcito oyó la voz de su padre, gritó:
—¡Querido padre, estoy aquí; aquí, en la barriga del lobo!
—¡Al fin! —dijo el padre—.¡Ya ha aparecido nuestro querido hijo!
Le indicó a su mujer que soltara la hoz, por temor a lastimar a Pulgarcito. Entonces, se adelantó y le dio al lobo un golpe tan violento en la cabeza que éste cayó muerto. Después fueron a buscar un cuchillo y unas tijeras, le abrieron el vientre y sacaron al pequeño.
—¡Qué suerte! —dijo el padre—. ¡Qué preocupados estábamos por ti!
—¡Si, padre, he vivido mil desventuras. ¡Por fin, puedo respirar el aire libre!
—Pues, ¿dónde te metiste?
—¡Ay, padre!, he estado en la madriguera de un ratón, en el vientre de una vaca y dentro de la panza de un lobo. Ahora, me quedaré a vuestro lado.
—Y nosotros no te volveríamos a vender, aunque nos diesen todos los tesoros del mundo.
Abrazaron y besaron con mucha ternura a su querido Pulgarcito, le sirvieron de comer y de beber, y lo bañaron y le pusieron ropas nuevas, pues las que llevaba mostraban los rastros de las peripecias de su accidentado viaje.

FIN

Adalina, el hada sin alas.





Adalina no era un hada normal. Nadie sabía por qué, pero no tenía alas. Y eso que era la princesa, hija de la Gran Reina de las Hadas. Como era tan pequeña como una flor, todo eran problemas y dificultades. No sólo no podía volar, sino que apenas tenía poderes mágicos, pues la magia de las hadas se esconde en sus delicadas alas de cristal. Así que desde muy pequeña dependió de la ayuda de los demás para muchísimas cosas. Adalina creció dando las gracias, sonriendo y haciendo amigos, de forma que todos los animalillos del bosque estaban encantados de ayudarla.
Pero cuando cumplió la edad en que debía convertirse en reina, muchas hadas dudaron que pudiera ser una buena reina con tal discapacidad. Tanto protestaron y discutieron, que Adalina tuvo que aceptar someterse a una prueba en la que tendría que demostrar a todos las maravillas que podía hacer.
La pequeña hada se entristeció muchísimo. ¿Qué podría hacer, si apenas era mágica y ni siquiera podía llegar muy lejos con sus cortas piernitas? Pero mientras Adalina trataba de imaginar algo que pudiera sorprender al resto de las hadas, sentada sobre una piedra junto al río, la noticia se extendió entre sus amigos los animales del bosque. Y al poco, cientos de animalillos estaban junto a ella, dispuestos a ayudarla en lo que necesitara.
- Muchas gracias, amiguitos. Me siento mucho mejor con todos vosotros a mi lado- dijo con la más dulce de sus sonrisas- pero no sé si podréis ayudarme.
- ¡Claro que sí! - respondió la ardilla- Dinos, ¿qué harías para sorprender a esas hadas tontorronas?
- Ufff.... si pudiera, me encantaría atrapar el primer rayo de sol, antes de que tocara la tierra, y guardarlo en una gota de rocío, para que cuando hiciera falta, sirviera de linterna a todos los habitantes del bosque. O... también me encantaría pintar en el cielo un arco iris durante la noche, bajo la pálida luz de la luna, para que los seres nocturnos pudieran contemplar su belleza... Pero como no tengo magia ni alas donde guardarla...
- ¡Pues la tendrás guardada en otro sitio! ¡Mira! -gritó ilusionada una vieja tortuga que volaba por los aires dejando un rastro de color verde a su paso.

Era verdad. Al hablar Adalina de sus deseos más profundos, una ola de magia había invadido a sus amiguitos, que salieron volando por los aires para crear el mágico arco iris, y para atrapar no uno, sino cientos de rayos de sol en finas gotas de agua que llenaron el cielo de diminutas y brillantes lamparitas. Durante todo el día y la noche pudieron verse en el cielo ardillas, ratones, ranas, pájaros y pececillos, llenándolo todo de luz y color, en un espectáculo jamás visto que hizo las delicias de todos los habitantes del bosque.
Adalina fue aclamada como Reina de las Hadas, a pesar de que ni siquiera ella sabía aún de dónde había surgido una magia tan poderosa. Y no fue hasta algún tiempo después que la joven reina comprendió que ella misma era la primera de las Grandes Hadas, aquellas cuya magia no estaba guardada en sí mismas, sino entre todos sus verdaderos amigos.

La bella durmiente

La bella durmiente

Hace muchos años vivían un rey y una reina quienes cada día decían: “¡Ah, si al menos tuviéramos un hijo!” Pero el hijo no llegaba. Sin embargo, una vez que la reina tomaba un baño, una rana saltó del agua a la tierra, y le dijo: “Tu deseo será realizado y antes de un año, tendrás una hija.”
Lo que dijo la rana se hizo realidad, y la reina tuvo una niña tan preciosa que el rey no podía ocultar su gran dicha, y ordenó una fiesta. Él no solamente invitó a sus familiares, amigos y conocidos, sino también a un grupo de hadas, para que ellas fueran amables y generosas con la niña. Eran trece estas hadas en su reino, pero solamente tenía doce platos de oro para servir en la cena, así que tuvo que prescindir de una de ellas.
La fiesta se llevó a cabo con el máximo esplendor, y cuando llegó a su fin, las hadas fueron obsequiando a la niña con los mejores y más portentosos regalos que pudieron: una le regaló la Virtud, otra la Belleza, la siguiente Riquezas, y así todas lasdemás, con todo lo que alguien pudiera desear en el mundo.
Cuando la décimoprimera de ellas había dado sus obsequios, entró de pronto la décimotercera. Ella quería vengarse por no haber sido invitada, y sin ningún aviso, y sin mirar a nadie, gritó con voz bien fuerte: “¡La hija del rey, cuando cumpla sus quince años, se punzará con un huso de hilar, y caerá muerta inmediatamente!” Y sin más decir, dio media vuelta y abandonó el salón.
Todos quedaron atónitos, pero la duodécima, que aún no había anunciado su obsequio, se puso al frente, y aunque no podía evitar la malvada sentencia, sí podía disminuirla, y dijo: “¡Ella no morirá, pero entrará en un profundo sueño por cien años!”
El rey trataba por todos los medios de evitar aquella desdicha para la joven. Dio órdenes para que toda máquina hilandera o huso en el reino fuera destruído. Mientras tanto, los regalos de las otras doce hadas, se cumplían plenamente en aquella joven. Así ella era hermosa, modesta, de buena naturaleza y sabia, y cuanta persona la conocía, la llegaba a querer profundamente.
Sucedió que en el mismo día en que cumplía sus quince años, el rey y la reina no se encontraban en casa, y la doncella estaba sola en palacio. Así que ella fue recorriendo todo sitio que pudo, miraba las habitaciones y los dormitorios como ella quiso, y al final llegó a una vieja torre. Ella subió por las angostas escaleras de caracol hasta llegar a una pequeña puerta. Una vieja llave estaba en la cerradura, y cuando la giró, la puerta súbitamente se abrió. En el cuarto estaba una anciana sentada frente a un huso, muy ocupada hilando su lino.
“Buen día, señora,” dijo la hija del rey, “¿Qué haces con eso?” – “Estoy hilando,” dijo la anciana, y movió su cabeza.
“¿Qué es esa cosa que da vueltas sonando tan lindo?” dijo la joven.
Y ella tomó el huso y quiso hilar también. Pero nada más había tocado el huso, cuando el mágico decreto se cumplió, y ellá se punzó el dedo con él.
En cuanto sintió el pinchazo, cayó sobre una cama que estaba allí, y entró en un profundo sueño. Y ese sueño se hizo extensivo para todo el territorio del palacio. El rey y la reina quienes estaban justo llegando a casa, y habían entrado al gran salón, quedaron dormidos, y toda la corte con ellos. Los caballos también se durmieron en el establo, los perros en el césped, las palomas en los aleros del techo, las moscas en las paredes, incluso el fuego del hogar que bien flameaba, quedó sin calor, la carne que se estaba asando paró de asarse, y el cocinero que en ese momento iba a jalarle el pelo al joven ayudante por haber olvidado algo, lo dejó y quedó dormido. El viento se detuvo, y en los árboles cercanos al castillo, ni una hoja se movía.
Pero alrededor del castillo comenzó a crecer una red de espinos, que cada año se hacían más y más grandes, tanto que lo rodearon y cubrieron totalmente, de modo que nada de él se veía, ni siquiera una bandera que estaba sobre el techo. Pero la historia de la bella durmiente “Preciosa Rosa,” que así la habían llamado, se corrió por toda la región, de modo que de tiempo en tiempo hijos de reyes llegaban y trataban de atravesar el muro de espinos queriendo alcanzar el castillo. Pero era imposible, pues los espinos se unían tan fuertemente como si tuvieran manos, y los jóvenes eran atrapados por ellos, y sin poderse liberar, obtenían una miserable muerte.
Y pasados cien años, otro príncipe llegó también al lugar, y oyó a un anciano hablando sobre la cortina de espinos, y que se decía que detrás de los espinos se escondía una bellísima princesa, llamada Preciosa Rosa, quien ha estado dormida por cien años, y que también el rey, la reina y toda la corte se durmieron por igual. Y además había oído de su abuelo, que muchos hijos de reyes habían venido y tratado de atravesar el muro de espinos, pero quedaban pegados en ellos y tenían una muerte sin piedad. Entonces el joven príncipe dijo:
-”No tengo miedo, iré y veré a la bella Preciosa Rosa.”-
El buen anciano trató de disuadirlo lo más que pudo, pero el joven no hizo caso a sus advertencias.
Pero en esa fecha los cien años ya se habían cumplido, y el día en que Preciosa Rosa debía despertar había llegado. Cuando el príncipe se acercó a donde estaba el muro de espinas, no había otra cosa más que bellísimas flores, que se apartaban unas de otras de común acuerdo, y dejaban pasar al príncipe sin herirlo, y luego se juntaban de nuevo detrás de él como formando una cerca.
En el establo del castillo él vio a los caballos y en los céspedes a los perros de caza con pintas yaciendo dormidos, en los aleros del techo estaban las palomas con sus cabezas bajo sus alas. Y cuando entró al palacio, las moscas estaban dormidassobre las paredes, el cocinero en la cocina aún tenía extendida su mano para regañar al ayudante, y la criada estaba sentada con la gallina negra que tenía lista para desplumar.
Él siguio avanzando, y en el gran salón vió a toda la corte yaciendo dormida, y por el trono estaban el rey y la reina.
Entonces avanzó aún más, y todo estaba tan silencioso que un respiro podía oirse, y por fin llegó hasta la torre y abrió la puerta del pequeño cuarto donde Preciosa Rosa estaba dormida. Ahí yacía, tan hermosa que él no podía mirar para otro lado, entonces se detuvo y la besó. Pero tan pronto la besó, Preciosa Rosa abrió sus ojos y despertó, y lo miró muy dulcemente.
Entonces ambos bajaron juntos, y el rey y la reina despertaron, y toda la corte, y se miraban unos a otros con gran asombro. Y los caballos en el establo se levantaron y se sacudieron. Los perros cazadores saltaron y menearon sus colas, las palomas en los aleros del techo sacaron sus cabezas de debajo de las alas, miraron alrededor y volaron al cielo abierto. Las moscas de la pared revolotearon de nuevo. El fuego del hogar alzó sus llamas y cocinó la carne, y el cocinero le jaló los pelos al ayudante de tal manera que hasta gritó, y la criada desplumó la gallina dejándola lista para el cocido.
Días después se celebró la boda del príncipe y Preciosa Rosa con todo esplendor, y vivieron muy felices hasta el fin de sus vidas.
* * * FIN * * *

                                                                    

El heroe que iba a salvar el mundo

Estaba Totó, un niño totalmente normal, caminando por la playa, cuando un erizo de mar lo picó. En ese preciso instante, al sacudir el pie, le atacaron a la vez una medusa, un mosquito y un pez loro, mientras pisaba la cola a un ornitorrinco y le caía en la cabeza una cagarruta de gaviota... Total, que de todas aquellas coincidencias sólo podía surgir un superhéroe, con impresionantes superpoderes: ¡Superpower Ultra Man!
Tales eran los poderes de aquel fenómeno, que inmediatamente pensó que no podría malgastarlos en cosas pequeñas, y Superpower Ultra Man comenzó a buscar los peligros y amenazas que acechaban al mundo para salvarnos a todos de los malos más malísimos.
Pero por más que buscó con su supervisión, por más que recorrió el mundo con su hipervelocidad y escuchó los cielos con su oído digital multifrecuencia, no encontró a nadie tratando de conquistar la galaxia o de hacer explotar el planeta. Por no encontrar, ni siquiera encontró a ningún villano tratando de secar los mares o robar tan sólo una montañita. Parecía que todo el mundo, los buenos y los malos, se dedicaban a cosas mucho más comunes y que sólo tenían problemas normales. Así que el bueno de Superpower Ultra Man pasaba los días aburrido explorando los cielos en busca de misiones imposibles a la altura de un superhéroe de su valía.
Tanto se aburría, que cuando le ofrecieron hacer un programa de televisión para demostrar sus habilidades terminó por aceptar, aunque sólo se tratase de una triste exhibición en la que apenas podría rescatar a varias decenas de personas.
Y cuando por fin llegó ese momento de gloria con el que sueña todo superhéroe, resultó que la demostración fue un desastre. Superpower Ultra Man estaba tan acostumbrado a pensar las cosas a lo grande, que no sabía cómo agarrar a una sola persona y ponerla a salvo. Lo hacía de 20 en 20, sin controlar su fuerza o su velocidad, así que aquello acabó en una ensalada de golpes, chichones, arañazos, gritos, huesos rotos y ropas destrozadas. Doloridos y medio desnudos, los “salvados” terminaron llamando al superhéroe de todo menos guapo, entre las sonoras risas del público y los periodistas..
Posiblemente ningún superhéroe haya pasado nunca tanta vergüenza. Y es que desde aquel día, cada vez que alguien renuncia a hacer algo por considerarlo demasiado poco, todos le recuerdan el caso de Superpower Ultra Man, diciendo: “ No seas tan Superpower ni tan Ultra Man, que si no haces lo pequeño lo grande nunca sabrás”.